El dolor, la soledad y la muerte

DOMINGO AGUILERA PASCUAL

Físico, filósofo y empresario

6/4/20255 min leer

     Tratar de estas tres realidades no parece ser un tema muy agradable, especialmente cuando a la sociedad posmoderna le interesa esconderlas. Sin embargo, son tres realidades que tarde o temprano nos afectarán y que siempre nos causan un profundo rechazo.

    Nacemos para morir y comenzamos la vida llorando. A primera vista parece un alto precio por nacer y otro más alto para alcanzar una meta absurda.

    Hay muchas formas de aproximarse a estas realidades que nos acompañan en nuestro vivir. La más profunda la encuentro en la propuesta del filósofo Leonardo Polo: “El tema del dolor presenta una especial dificultad. No se trata simplemente de un tema oscuro, o difícil de traer a la experiencia inmediata; es algo más radical, a saber, no cabe idea del dolor; el dolor es simpliciter ininteligible. Lo sentimos, lo sufrimos o aguantamos, pero no podemos dotarlo de razón” [1]. 

     Este es el drama del dolor humano: no poder entenderlo, no poder hacerlo racional. Por eso siempre surge un ¿por qué? o ¿por qué a mí? y a la vez intuimos que no estamos hechos para el sufrimiento, ni para la soledad ni para la muerte. Entonces ¿qué sentido tienen el dolor y la muerte? ¿por qué existen el dolor y la muerte?

     Lo primero y más básico que tenemos que aprender es a no culpar al Creador del mal. Es una aberración intelectual culpar a nuestro Creador del mal que nos rodea. El mal está fuera del Creador. El dolor y la muerte se dan cita en la esencia humana por el pecado original, siendo el efecto de ese pecado la confusión de nuestro conocer. Nos equivocamos cuando construimos casas debajo de un volcán, o cuando confundimos lo malo con lo bueno.

   El doctor Mario Alonso Puig insiste en sus conferencias en que la mayoría de los conflictos personales son producto de nuestra percepción equivocada, de esa que nosotros tomamos como segura y verdadera.

  También Benedicto XVI y Leonardo Polo coinciden en que el pecado original nos limita en el conocer. Lo que conocemos no es la realidad. Nosotros conocemos el objeto abstrayéndole, pero la realidad es más rica que el simple abstracto porque el sujeto vive fuera de nuestra mente y nosotros lo conocemos en nuestra mente, sin vida y quieto, como una fotografía. Admitir esa limitación del conocer ya es un paso hacia delante.

    A su vez, el dolor lo podemos experimentar tanto en nuestra naturaleza corporal como en nuestra psique, pero en ambos casos no lo conocemos. Y al no conocerlo podemos tomar decisiones irracionales, tal como el rechazo al percibirlo como un mal absoluto. Pero el dolor ¿es un mal absoluto?

     El dolor nos viene del vivir en el universo. Del vivir en él sin tomar cuidado de él –sin entenderlo tal como es él - contraviniendo el mandado del Creador de cuidarlo y que dé fruto. Lo queremos poseer como propio. Entonces pensamos que las catástrofes naturales son provocadas por el Creador, que no hace lo que nosotros deseamos. Por eso, el dolor tiene un sentido que no podemos entender, a pesar de los grandes avances médicos y farmacológicos que están disponibles en esta civilización. El dolor sigue estando presente y persigue a la humanidad de forma inmisericorde.

    Ante el dolor, Polo concluye que: “es claro que el hombre ni es ni existe para el sufrimiento, con el que se encuentra históricamente desde que pecó. La vinculación entre el pecado y el sufrimiento pone de relieve que la falta de sentido afecta al hombre por el mal uso de su voluntad” [2]. 

   El segundo mal que también desestabiliza al hombre, esta vez no en su naturaleza sino en su intimidad personal, es la soledad. La persona por ser co-existente necesita al “otro” para resolver su soledad, por lo que necesita relacionarse con otro semejante que le acepte y si no lo encuentra ha fracasado ontológicamente.

     Dios sí tiene resuelto el problema de la soledad: es la relación entre las Tres personas divinas. En cambio, ninguna criatura personal tiene resuelto este problema sin la aceptación del “otro”. Una persona aislada es una desgracia absoluta.

    El tercer mal que siempre aparece y el que más nos estremece es la muerte, de la que Polo dice:” lo más penoso de la muerte, considerada en el plano de la coexistencia, es su carácter solitario. En la literatura se ha señalado muchas veces la soledad de quien se muere. Para superarla no es suficiente la compañía de los seres queridos, sino que se requiere la unión con Cristo, que no nos deja solos en ese trance” [3]. 

    Los médicos de cuidados paliativos saben por experiencia que lo que más ayuda a los moribundos en ese trance, es que el paciente mire esa realidad como un viaje a otra vida, y no como una resistencia a quedarse en esta. Morirse en paz, rodeado de sus seres queridos, es el mejor comienzo para la vida que no acaba. Santa Teresa cuando la dijeron que su muerte era ya inminente exclamó: “¡Oh Señor y Esposo mío, ya es llegada la hora que yo tengo tanto deseada; hora es ya que nos juntemos”. Santa Teresa, El libro de la Vida.

    Con toda seguridad, lo peor de la muerte es lo que tiene de soledad. Como suele decirse, el hombre muere solo. Ello es una clara indicación de su carácter doloroso, porque como el hombre es co-existencial, para él la soledad es sumamente dura.

  Pero Cristo cambió esta realidad con su Encarnación, Muerte y Resurrección. ¡Él dijo basta! a la muerte y devolvió a la humanidad la libertad de los hijos de Dios. El Hijo, al asumir su Humanidad, asumió el pecado de todos los hombres de todos los tiempos y al morir lo hizo no por necesidad ni conveniencia, sino libremente, por puro amor a sus criaturas y sin pedir nada a cambio. La muerte ya no tiene su última palabra, porque Él la ha desligado del pecado original. Ahora podemos mirarla de frente porque ya sabemos que hay otra vida y un Resucitado que ha vencido la muerte y nos espera a cada uno, como el padre de la parábola a su hijo perdido.

    La soledad es más compleja al darse en lo más íntimo de nuestro ser. Resolver la soledad pasa primero por encontrar a un “quién” que nos acepte y ese, sin lugar a duda, es el Creador. El segundo movimiento pasa por aceptarse uno a sí mismo como hijo, porque eso es lo más radical que somos, precisamente por no poseer como propia nuestra existencia, sino ser recibida. Este es precisamente el camino que nos propone san Agustín cuando afirma que "Deus est intimior intimo meo"(Dios es más íntimo a nosotros, que nosotros mismos). Buscarle, encontrarle y amarle. Así no hay soledad.

   La Humanidad de Cristo es el camino para llegar a su divinidad como Hijo y entonces dar sentido a todo, convirtiendo la muerte en Vida, la soledad en Filiación y el dolor en Amor. Esta es la realidad de la Cruz.

   Para terminar, traigo unas palabras de Polo: “Que Cristo sufrió es un dato histórico. Luego, el dolor, tanto corpóreo como anímico, es en Cristo expresión del Padre y, en consecuencia, revelación. En primer lugar, hay que afirmar que Cristo quiso el dolor. En él el dolor no es una grieta de la actividad personal humana, puesto que en Cristo no hay persona humana. En el Varón de dolores el dolor es inteligible, nominable. La cruz se puede entender como el acto de dar sentido a lo que de ninguna manera lo tiene” [4]. 

1. Polo L., Epistemología, Creación y Divinidad, serie A. vol. XXVII, p.268.

2. Ibidem, p. 265.

3. Ibidem, p.254.

4. Ibidem, p.264.

Este autor es promotor del blog amigosdelavirgen.org