La encrucijada moderna

JUAN ARNAU

Astrofísico, Profesor Titular de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y escritor

2/12/20254 min leer

     ´´Todo empezó con el movimiento. ¿Quién podía explicarlo? Se había intentado desde Aquiles y su tortuga, pero sin que nadie diera con una respuesta convincente. El genio de Newton propuso una solución audaz que exigía un espacio y un tiempo absolutos, en que las distancias fueran permanentes y todas las horas duraran lo mismo. Un espacio irrevocable y un mismo reloj para todas las cosas. Francis Bacon y Galileo habían preparado el terreno. El primero sostuvo que el conocimiento no podía seguir siendo contemplativo, que era necesario transformar la naturaleza, manipularla. El segundo, que la naturaleza hablaba un lenguaje que era el de las matemáticas.

      Ese marco general fue afianzado por Kant, principal valedor de Newton entre los ilustrados alemanes. En su gran Crítica, el espacio y el tiempo absolutos newtonianos se convierten en precondiciones de la experiencia. Primero uno debía habitar en el espacio y ser en el tiempo, y una vez cumplidas estas condiciones se podía experimentar las cosas o ser consciente de ellas. Obsérvese la inversión que supone el planteamiento desde un punto de vista empírico. Berkeley había descubierto en ello una forma encubierta de idolatría. Espacio y tiempo no podían constituir precondiciones de la experiencia consciente precisamente porque la conciencia no admite mediador. Si uno quería ser fiel al empirismo, debía reconocer la conciencia como condición de todo lo demás, por tratarse de lo más inmediato y fundamental. Ser es percibir. Y en ese percibir está el saber que se percibe […]

      El siguiente paso en la marginación gradual de la conciencia en las ciencias fue la distinción entre cualidades primarias y cualidades secundarias. Una estrategia que parecía hacer posible un marco objetivo de conocimiento. La nube cambia de color desde el amanecer hasta el mediodía, por lo que el color no puede ser una cualidad <<primaria>> de la nube. Pero la nube en sí, su corporeidad, su materialidad, sigue siendo la misma a cualquier hora, por lo que estas supuestas cualidades sí que pueden considerarse primarias. En el fondo se trata de favorecer el tacto frente a la visión, el oído o el resto de los sentidos. La primacía de lo corporal convertirá la física, como apunto Borges, en esa componenda en la que unas cualidades se consideran sustantivos y otras adjetivos. Una distinción introducida por Locke, pero de la que ya habían hablado Descartes y Galileo. Según el filósofo inglés, las cualidades primarias u objetivas eran el movimiento, la impenetrabilidad, la densidad, el encadenamiento de las partículas, la figura y la extensión; las secundarias o subjetivas - el color, el olor, el sabor o el sonido - <<no se hallan en las cosas mismas>> y dependen de las cualidades primarias. Ése es el primer gran paso hacia el mecanicismo moderno. Todas las cosas que no pueden explicarse desde el punto de vista de la mecánica se consideran secundarias, explicables únicamente por los estados subjetivos del observador. Así es como se va cercenando la participación de la mente en la construcción de la realidad y, al mismo tiempo, se va consolidando la idea de que hay una realidad <<ahí fuera>>, independiente de la mente.

     Berkeley y Hume advirtieron sobre la incongruencia de esta postura, que facilitará la construcción de la objetividad y consolidará el materialismo metafísico. Incluso se atrevieron a incluir en el ámbito de lo subjetivo y lo mental las llamadas cualidades primarias. Pero su crítica no será escuchada, y lo que viene a continuación es el ascenso del modelo mecanicista, impulsado por el desarrollo de la física-matemática y que alcanzará su cénit en el positivismo de finales del siglo XIX. Saint-Simón, Comte y Stuart Mill remontan su propia genealogía hasta Francis Bacon. La fe en la realidad única de la materia, cuyo comportamiento se expresa mediante leyes generales y universales formuladas matemáticamente, se convierte en la expresión del dominio de la física sobre el resto de las disciplinas científicas, incluidas las humanidades. […] A principios del siglo XX, Einstein formuló la teoría especial (1905) y general (1915) de la relatividad, que resolvió algunos de los problemas surgidos entre la mecánica newtoniana y el electromagnetismo. Casi al mismo tiempo se gestó la teoría cuántica, que dio cuenta de algunos fenómenos hasta el momento inexplicables mediante la mecánica clásica, tales como la dualidad onda-corpúsculo o la radiación del cuerpo negro. […]

      Lo más notable de estas dos teorías es que reconocen de nuevo la naturaleza mental de la realidad y cuestionan algo que había planteado la filosofía de la ciencia después de Popper: la existencia de una realidad <<ahí fuera>>, independientemente de una mente que la contemple. Tanto la teoría de la relatividad como la teoría cuántica reintroducen y actualizan el viejo problema de la conciencia, que parecía zanjado con aquella distinción peregrina entre cualidades primarias y secundarias. La relatividad lo hace por su referencia al observador: la naturaleza del espacio y el tiempo no es absoluta, como había postulado Newton, sino que depende del sistema de referencia de quien observa. En la teoría de la relatividad, los kilómetros no miden todos lo mismo, y algo parecido puede decirse de las horas. En la teoría cuántica ocurre un fenómeno similar: el observador frío y distante, el llamado observador objetivo, que venía forjándose desde tiempos de Descartes, se desmorona. El experimento del laboratorio lo absorbe y no permite que su presencia quede fuera de la propia experiencia. Tanto la relatividad como la teoría cuántica parecen exigir, a través del observador, la participación de lo mental en la construcción de la realidad. Ambas apuntan a una ciencia participativa. El mito de la objetividad se ha desmoronado desde dentro. Pese a ello, la sociedad civil lleva casi un siglo haciendo oídos sordos a este cambio de paradigma que surgió de la propia física matemática. La biología ha sido una ciencia dócil, y lo mismo puede decirse de las neurociencias bajo el imperio de la física. El dominio ha sido de tal calibre que incluso filósofos humanistas y artistas han apostado sus vidas y su fe al mito fisicalista. Y todo indica que todavía lo seguirán haciendo […]´´ [1].

1. Juan Arnau. La fuga de Dios. Las ciencias y otras narraciones, Atalanta 2017, pp. 14-17

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